Luis LÓPEZ GALÁN
- Me preguntabas hace rato qué tenía Lisboa para haberme enamorado así y es ahora cuando te lo puedo explicar, con ella ante nosotros. Mira allí, ¿lo ves? Justo allí. En ese punto del horizonte el río Tajo se está acabando. Se acaba, sí, como la vida, pero aún el sol se refleja en él para vivir juntos la eternidad del mar. Sol y río, amantes en Lisboa, ¿acaso has visto algún rayo de sol más bello? La Torre de Belém parece estar de acuerdo, mírala, lleva años observándolos desde su baluarte de piedra blanca. Lisboa, en su decadencia bohemia, nos devuelve una parte de nosotros mismos que ni siquiera conocíamos. Siéntela, te dije que aquí la melancolía se nota en el aire y hasta te roza la piel. Ya está, mírate, ¡ve tus ojos! Ya hay nostalgia en tu mirada.
Arribamos en Lisboa, recibidos por la Torre de Belém y comenzamos a extrañarla sin habernos marchado aún. Lisboa ha sabido mantener su carácter único a pesar de los años y ha vencido al paso del tiempo conservando una personalidad que encandila y enamora a cualquier persona apasionada. Ese paso del tiempo se puede leer sin dificultad en el desgaste de sus fachadas. Lisboa es tan libre que no necesita renovarse.
El barrio de Belém es uno de los más antiguos de la ciudad y en él se conserva, además de la Torre, el famoso Monasterio de los Jerónimos, una joya del estilo manuelino levantada para conmemorar el regreso desde la India de Vasco de Gama. A principios del s. XIX, cerca del Monasterio existía una pequeña refinería de caña de azúcar y una tienda de productos variados. Al cerrarse todos los conventos de la ciudad en 1834 a raíz de la Revolución Liberal, parece ser que algún miembro del clero comenzó a vender en aquella tienda unos pastelillos que denominó Pastéis de Belém. Nuestros pasos se encaminan ahora hacia el lugar exacto donde la tradición del dulce típico de Lisboa comenzó a tejer su propia leyenda. En el local-restaurante, que de hecho adopta el nombre de Pastéis de Belém, aún guardan el secreto de la verdadera receta de estos postres. Entrar en la tienda es, como todo en Lisboa, un maravilloso viaje al pasado. Una vez servidos los pasteles y tras espolvorear en ellos azúcar y canela, hay que comerlos despacio para disfrutar de su característico sabor y de la manera en que la base se desmigaja dentro de la boca. Desde que los primeros clientes descubrieron esta sensación, la antigua 'receta secreta' de los pasteles se ha ido transmitiendo exclusivamente a los trabajadores que laboran en el conocido como 'taller del secreto'.
Si bien parece que el tiempo no existe en Lisboa, el nuestro corre veloz y se aproxima sin piedad a la hora de nuestra cita. Hoy nos encontraremos con una buena amiga en la que es sin duda la plaza más famosa de la ciudad. Pero para que eso ocurra, debemos salir de Belém y llegar en tranvía hasta la estación de Cais do Sodré en la Plaza do Duque de Terceira. El recorrido, siguiendo la rivera del río Tajo, nos deja a la derecha el Puente Vasco de Gama y su color rojo y el Monumento a los Descubrimientos, levantado en forma de carabela de piedra con los héroes portugueses ligados a los Descubrimientos esculpidos para conmemorar los 500 años de la muerte de Enrique el Navegante. Al otro lado del río y presidiendo las montañas, la imponente estatua de Cristo Rey de Almada corona la ciudad con sus 110 metros de altura.
El barrio de Belém es uno de los más antiguos de la ciudad y en él se conserva, además de la Torre, el famoso Monasterio de los Jerónimos, una joya del estilo manuelino levantada para conmemorar el regreso desde la India de Vasco de Gama. A principios del s. XIX, cerca del Monasterio existía una pequeña refinería de caña de azúcar y una tienda de productos variados. Al cerrarse todos los conventos de la ciudad en 1834 a raíz de la Revolución Liberal, parece ser que algún miembro del clero comenzó a vender en aquella tienda unos pastelillos que denominó Pastéis de Belém. Nuestros pasos se encaminan ahora hacia el lugar exacto donde la tradición del dulce típico de Lisboa comenzó a tejer su propia leyenda. En el local-restaurante, que de hecho adopta el nombre de Pastéis de Belém, aún guardan el secreto de la verdadera receta de estos postres. Entrar en la tienda es, como todo en Lisboa, un maravilloso viaje al pasado. Una vez servidos los pasteles y tras espolvorear en ellos azúcar y canela, hay que comerlos despacio para disfrutar de su característico sabor y de la manera en que la base se desmigaja dentro de la boca. Desde que los primeros clientes descubrieron esta sensación, la antigua 'receta secreta' de los pasteles se ha ido transmitiendo exclusivamente a los trabajadores que laboran en el conocido como 'taller del secreto'.
Si bien parece que el tiempo no existe en Lisboa, el nuestro corre veloz y se aproxima sin piedad a la hora de nuestra cita. Hoy nos encontraremos con una buena amiga en la que es sin duda la plaza más famosa de la ciudad. Pero para que eso ocurra, debemos salir de Belém y llegar en tranvía hasta la estación de Cais do Sodré en la Plaza do Duque de Terceira. El recorrido, siguiendo la rivera del río Tajo, nos deja a la derecha el Puente Vasco de Gama y su color rojo y el Monumento a los Descubrimientos, levantado en forma de carabela de piedra con los héroes portugueses ligados a los Descubrimientos esculpidos para conmemorar los 500 años de la muerte de Enrique el Navegante. Al otro lado del río y presidiendo las montañas, la imponente estatua de Cristo Rey de Almada corona la ciudad con sus 110 metros de altura.
A la zona de Cais do Sodré, donde culmina nuestro trayecto en tranvía, llegaban antiguamente marineros venidos de todo el mundo que buscaban en las horas más oscuras refugio entre los brazos de las mujeres de alterne que aquí residían. Actualmente, todos los locales se han transformado en curiosos e insólitos bares de copas donde asistir a improvisados espectáculos de burlesque o disfrutar de la noche lisboeta bebiendo cocktails de nombres pícaros. El epicentro del barrio es la Rua Nova do Carvhalo, con su asfalto pintado en rosa chillón en recuerdo a las sensuales noches de antaño. Pero como aún luce el sol en la ciudad, nosotros continuamos nuestro camino a través de la Rua Alecrim para llegar hasta la Plaza Luis de Camôes, nombrada de esta manera en honor a uno de los más aclamados escritores y poetas portugueses. Lisboa muestra ya en esta zona el particular encanto que conquista a cualquier viajero. El empedrado del suelo comienza a formar mosaicos blancos y negros que sirven de complemento perfecto a los azulejos de color azul que decoran las fachadas más antiguas y, al mirar hacia arriba, el cableado de las líneas de tranvía forma los mismos altibajos que las calles en pendiente de la ciudad. Al caminar sobre la rua, cualquier bocacalle sorprende con una angosta bajada que parece descender hasta el infinito ayudada por un viejo tranvía de amarillo descolorido.
La Plaza de Camôes conforma la frontera entre dos de los barrios más encantadores de la ciudad: el de Chiado, el bohemio Montmartre de Lisboa y el de Barrio Alto, representante de la cultura alternativa y el mejor lugar para escuchar fado, la canción tradicional portuguesa, o para tomar una copa al caer la noche. Además, en los alrededores de la misma plaza existen dos puntos gastronómicos que deberían formar parte de cualquier ruta en la ciudad: en la Rua das Gáveas se encuentra el Restaurante Cabacas, con comida tradicional. Aquí, la famosa carne a la piedra se sirve y disfruta de manera literal: la carne termina de cocinarse sobre un pedazo de piedra ardiendo en la propia mesa. Además de la carne, el bacalao dorado o bacalhau à Brás es imprescindible. De vuelta a la Plaza Luis de Camôes, la Rua Garret nos conduce desde la estatua del poeta Fernando Pessoa hasta las mismas puertas del Café A Brasileira, un precioso local de 1905 con las paredes de madera donde se inventó la Bica, un café corto y fuerte que disfrutamos de pie en la barra, donde mejor se ve la vida pasar y donde, nunca está demás saberlo, el café es más barato.
El tiempo apremia y por ello nos apresuramos desde la Rua Garret hasta la Rua do Comercio a través de la de Nova do Almada. La calle del Comercio deja a un lado la Plaza del Municipio con la Cámara Municipal de Lisboa para adentrarse de lleno en la Plaza del Comercio o Praça do Comércio, donde nuestra amiga Inês nos espera tomando fotos del Tajo desde la estatua de José I montado a caballo. Inês es una enamorada de la ciudad y con su cámara la recorre para intentar descubrir sus mil y un rincones desconocidos. En el lugar en el que nos reencontramos con ella en un abrazo cariñoso se levantaba antiguamente el Palacio Real de Lisboa, destruido por el gran terremoto de 1755. A partir de entonces, la bellísima Plaza del Comercio ocupó su lugar con su pórtico, su enorme extensión y el maravilloso Arco Triunfal que da entrada a la Rua Augusta, la calle más importante y comercial de la ciudad.
Tras disfrutar del amarillo de la plaza, Inês nos conduce a través del arco para atravesar la Rua Augusta en su totalidad, llena de tiendas y bares, vida y gente. La calle culmina en la Plaza de Don Pedro IV, más conocida como la Plaza del Rossio, la más animada de Lisboa y punto de encuentro de lugareños y forasteros. Aquí se levanta el Teatro Nacional Doña María II y la Estación Ferroviaria de Rossio. Aunque el añejo Café Nicola llama nuestra atención, Inês nos tiene reservada una pequeña sorpresa y nos guía hasta el Largo de Santo Domingo, muy cerca de la iglesia del mismo nombre, donde en el pequeñísimo bar Eduardino nos invita a probar la ginjinha o ginja un licor de cereza muy dulce y tradicionalmente lisboeta, concretamente de la zona de Baixa donde nos encontramos. Muy cerca, en el mismo barrio, se encuentra uno de los rincones favoritos de nuestra amiga, la Casa do Alentejo. Se trata de un lugar que suele pasar desapercibido al visitante pero que esconde en su interior una hermosa mansión de estilo árabe donde además es posible conocer de cerca la cultura de la región de Alentejo, localizada al sur de Portugal, así como probar los platos tradicionales de la zona. Caminando hacia la derecha desde allí, el camino lleva hasta el barrio de Alfama, el más antiguo de Lisboa dominado por el Castillo de San Jorge, un barrio con bellos miradores y lugares de culto como el Museo del Fado.
Lisboa y sus pendientes, sus subidas y bajadas, se disfrutan en sus calles y desde sus numerosos miradores, entre ellos el de Nossa Senhora do Monte, el favorito de nuestra amiga Inês, que cede todo el horizonte al mar para observar las callejuelas lisboetas circundadas por el azul del Tajo.
Aún con el fuerte recuerdo del aguardiente y la cereza recorriendo nuestra garganta, parece que pararemos a disfrutar de la vida en Lisboa antes de subir al mirador. La taberna Palmeiras, junto a la estación Baixa-Chiado, es un bar tradicional que mantiene el mismo aspecto desde los años 50 y que ofrece ricas patatas caseras y altramuces junto a la cerveza a media tarde. En ella entramos y allí asistimos al mejor espectáculo de la ciudad: la vida de sus gentes. El tiempo se detuvo alguna vez en Lisboa pero vuelve a correr en sus bares, donde hay risas, amigos y algún que otro fado. Inês, cámara en mano, nos abre paso para retratar el alma de una ciudad que entre tranvía y tranvía ha conseguido llegar hasta la parada de la eternidad.
Tras disfrutar del amarillo de la plaza, Inês nos conduce a través del arco para atravesar la Rua Augusta en su totalidad, llena de tiendas y bares, vida y gente. La calle culmina en la Plaza de Don Pedro IV, más conocida como la Plaza del Rossio, la más animada de Lisboa y punto de encuentro de lugareños y forasteros. Aquí se levanta el Teatro Nacional Doña María II y la Estación Ferroviaria de Rossio. Aunque el añejo Café Nicola llama nuestra atención, Inês nos tiene reservada una pequeña sorpresa y nos guía hasta el Largo de Santo Domingo, muy cerca de la iglesia del mismo nombre, donde en el pequeñísimo bar Eduardino nos invita a probar la ginjinha o ginja un licor de cereza muy dulce y tradicionalmente lisboeta, concretamente de la zona de Baixa donde nos encontramos. Muy cerca, en el mismo barrio, se encuentra uno de los rincones favoritos de nuestra amiga, la Casa do Alentejo. Se trata de un lugar que suele pasar desapercibido al visitante pero que esconde en su interior una hermosa mansión de estilo árabe donde además es posible conocer de cerca la cultura de la región de Alentejo, localizada al sur de Portugal, así como probar los platos tradicionales de la zona. Caminando hacia la derecha desde allí, el camino lleva hasta el barrio de Alfama, el más antiguo de Lisboa dominado por el Castillo de San Jorge, un barrio con bellos miradores y lugares de culto como el Museo del Fado.
Lisboa y sus pendientes, sus subidas y bajadas, se disfrutan en sus calles y desde sus numerosos miradores, entre ellos el de Nossa Senhora do Monte, el favorito de nuestra amiga Inês, que cede todo el horizonte al mar para observar las callejuelas lisboetas circundadas por el azul del Tajo.
Aún con el fuerte recuerdo del aguardiente y la cereza recorriendo nuestra garganta, parece que pararemos a disfrutar de la vida en Lisboa antes de subir al mirador. La taberna Palmeiras, junto a la estación Baixa-Chiado, es un bar tradicional que mantiene el mismo aspecto desde los años 50 y que ofrece ricas patatas caseras y altramuces junto a la cerveza a media tarde. En ella entramos y allí asistimos al mejor espectáculo de la ciudad: la vida de sus gentes. El tiempo se detuvo alguna vez en Lisboa pero vuelve a correr en sus bares, donde hay risas, amigos y algún que otro fado. Inês, cámara en mano, nos abre paso para retratar el alma de una ciudad que entre tranvía y tranvía ha conseguido llegar hasta la parada de la eternidad.
Ilustraciones:Aarón Mora, el ilustrador de Espresso Fiorentino
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